lunes, 23 de diciembre de 2013

Los tejados de París


Un sinfin de chimeneas se divisaba desde la ventana. Paulina las contemplaba distraídamente, y su fantasía encontraba formas extrañas en aquella inmensidad de tubos negros que se destacaban en el horizonte gris.

Había unas con una caperuza como el sombrero cómico de un chino; otra terminaban en forma de casco adornado por una flecha de hierro que fingía una cimera; algunas, torcidas en dos ángulos rectos, parecían jorobadas; otras concluían en una especie de linterna; la mayor parte, embutidas en grandes paredones espesos, en fila, de distinta altura, recordaban los tubos de un órgano.

El confuso amontonamiento de tejados que se divisaba desde allí tomaba el aspecto de una ciudad con sus calles y sus plazas, sus iglesias y sus monumentos.

En las horas de sol se distinguían azoteas llenas de musgo, paredes negras con escalas de hierro, veletas enmohecidas sobre sus vástagos, alambres de los pararrayos que corrían entre aisladores, torrecillas musgosas y flechas indicadoras de una dirección.

Al anochecer, cuando la oscuridad comenzaba a borrar los contornos de las cosas y el humo blanco de las chimeneas salía lentamente a perderse en el ambiente gris, estos paredones negros, estos tejadillos puntiagudos, estas filas de chimeneas tomaban un ambiente fantástico: eran murallas de un castillo defendidas por caballeros, eran centinelas solitarios que avanzaban valientemente hasta los bordes de un tejado, eran figuras monstruosas y absurdas como las quimeras de una catedral.

Pío Baroja | Las tragedias grotescas, 1907

La fotografía del globo de Mr. Henri Giffard sobre los tejados de París fue tomada por René Dragon en 1878, solo algunos años antes de que Baroja visitara por primera vez, en 1899, la vieja ciudad, y muy poco después de los acontecimientos narrados en la novela, cuya acción se sitúa hacia 1870. Paulina Acuña, frágil, delicada, pálida, de labios descoloridos, deja su bordado un instante para mirar los tejados desde la terraza de su cuarto piso de la Cour de Rohan. Allí se dispara su imaginación. Su vida solitaria, monótona y gris, se llena de geranios, arboledas y estanques misteriosos. Las callejuelas lóbregas son senderos que conducen hacia una jardín lejano. A su lado, un gato blanco, iluminado por la luz de un quinqué, es durante horas su única compañía.

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